Las Tribus del Metro 

-Diario de un novato explorador urbano-

Acudía al trabajo medio dormido cuando por las escaleras del Metro me adelantó un hombre bajito con un gorro de lana. ¿Y qué tiene de especial que te adelanten en el Metro? En principio, nada. La gente en Madrid va con prisa, arrastrada por la marea uniforme que se mueve como corrientes de hormigas ante un suculento botín. Pero aquel hombre lo hizo de una manera peculiar: bajaba las escaleras de dos en dos, incluso de tres en tres, con una agilidad insultante. Descendía como si hubiera nacido allí, como si los pasillos subterráneos fueran su hábitat natural, un anfibio urbano sin gravedad en sus zapatillas.

Gran Andador


En ese instante, recuerdo que olía a colonia barata de diario y café. Saqué mi libreta —sí, esa que aún resiste a las pantallas— y me puse a tomar notas. Decidí investigar a las diversas tribus que habitan el Metro de Madrid. A aquel hombre veloz y fugaz fue el principio y lo bauticé como el “Gran Andador”.

Con el paso de los días descubrí que no era único: hay una auténtica hermandad secreta de Grandes Andadores. Seres capaces de subir y bajar escaleras a una velocidad que haría sonrojar a un velocista olímpico. Adelantaban por huecos imposibles, con el único propósito de no perder el tren y reducir al mínimo el tiempo de espera. Intenté ser uno de ellos alguna vez, pero comprendí que no basta con desearlo: es algo con lo que se nace. Una especie de don evolutivo que, por desgracia, a mí no me tocó.

En contraste con ellos encontré otra tribu muy característica e inevitable: los “Plaquetas”. Estos se distinguen por su andar lento y pesado, y por su habilidad —o desgracia— de colocarse estratégicamente en la puerta del vagón, como una red de araña que impide el paso y nos convierte en moscas. Los Plaquetas, aunque dóciles, parecen sufrir sordera selectiva: puedes suplicarles, mirarlos mal o incluso empujarlos un poco… nada. Allí se quedan, como si formaran parte del mobiliario urbano. Lamentablemente, son mucho más numerosos que los Grandes Andadores y proliferan en estaciones con gran afluencia.

Plaqueta en hora punta


Otra fauna habitual son los “Lenguas”. En medio del silencio metálico del Metro sienten la necesidad existencial de relatar sus vidas por teléfono, como si el vagón fuese su salón y nosotros los extras de la serie de Netflix. Hablan sin parar de asuntos tan vitales como qué comieron ayer o cómo su jefe “no tiene ni idea”. De ellos desciendes ramificaciones más salvajes: los que ponen música o vídeos sin auriculares, convencidos de que todos compartimos su exquisito gusto por el reguetón a las siete de la mañana. Esta es una tribu ruidosa e invasiva, quizá criada en las profundidades del Metro, donde el sonido se percibe de un modo distinto al de la superficie.

Existen también tribus estacionales, que proliferan según el calendario. Una de ellas es la de los “Tortugas”. Se caracterizan por llevar siempre a la espalda su caparazón mochila. No importa el agobio de los meses invernales ni la estrechez de los vagones; ellos la pasean con orgullo, golpeando — espero y deseo que sin querer— a los demás pasajeros. No temen a los amigos de lo ajeno y parecen haber incorporado la mochila como una extensión natural de su cuerpo. Con el tiempo, esta tribu ha evolucionado hasta el punto de que el caparazón ya no se distingue de su propia espalda.  

Espécimen adulto de Tortuga


Pero sin duda, la más habilidosa de todas es la de los “Lente”. Esta tribu, quizá desciende los Grandes Andadores, y seguro estoy de que si ambos tuvieran hijos sería la raza perfecta para habitar las profundidades del Metro. Los Lente tienen una capacidad visual capaz de distinguir el último cabello en un calvo, o la uña que tras morderse y soplar con disimulo vuela en el ambiente hasta caer al suelo. Su gran capacidad es usada como depredador de asientos. Poseen algún don extraño que se escapa a mi intelecto, pero son capaces de intuir quien está a escasos segundos de levantarse y dejar libre un hueco. Quizás lo vean en su rostro que se comprime al llegar a la estación de destino o en su mano que busca una barra para ayudarse a ponerse en pie. No lo sé, pero se acercan sigilosamente, clavando la mirada en el asiento codiciado, y en cuanto perciben el más mínimo movimiento del ocupante se abalanzan con la precisión de un felino. No importa la edad o la necesidad de los demás: su instinto territorial es implacable.




Es septiembre de 2025 y aún soy un novato en Madrid. Mi diario de campo sobre las tribus del Metro sigue en pañales, balbuceando como un explorador ingenuo que desembarca en una jungla donde, en lugar de tigres, te acechan Plaquetas y Lentes. Necesito más tiempo, más madrugones y, sobre todo, más codazos estratégicos para ampliar mi catálogo de especies. Quizás un día publique un libro sobre esta zoología urbana, con sus capítulos dedicados a cada tribu y un prólogo escrito, si se digna, por un Gran Andador. Pero claro, también existe la posibilidad de que el proyecto quede sepultado bajo la avalancha humana de la hora punta y solo sobreviva como anotaciones dispersas en mi vieja libreta arrugada. De momento, continúo tomando notas desde las profundidades del Metro de Madrid a las siete de la mañana.

Cada mañana de lunes a viernes


4 de Septiembre 2025





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