Volar con el ala rota
La mayor cuestión que me he planteado (aparte de las
sanitarias) desde el pasado mes de Marzo es como nos afectará esta pandemia
como sociedad. Al principio, cuando saltaron todas las alarmas y el gobierno
nos confinó en nuestros hogares no tenía lugar a dudas que una vez pasara el
temporal saldríamos mejores. Tal vez esta nube negra era el punto y aparte que
necesitaba nuestra sociedad consumista y carcomida para coger aire y
volar. Éramos el pájaro herido que
picotea el cristal de la ventana esperando al hombre que cada tarde nos arroja
pan. ¿Cómo no íbamos a darnos cuenta que este tren de vida apresurado nos lleva a un agotamiento como especie? Nos estábamos
devorando a nosotros mismos como un Saturno gigante y globalizado y no debíamos
dejar pasar la oportunidad para pulsar el botón de reinicio y salir a la
calle con unas nuevas pupilas de ver el mundo.
Con el paso de los días las certezas que tal vez deseaba más
que pronosticaba, comenzaron a hacer aguas. El plantel político en lugar de
remar hacía el mismo puerto abría una brecha en la población y levantaba muros entre los diferentes
puntos de vista. Luego llegaron las preocupantes imágenes
de calles, parques y paseos marítimos repletos de gente ¿Qué no habíamos entendido? El hombre había oído
la llamada del pájaro y con sumo cuidado
lo había metido en una jaula con pienso y agua bajo el calor de su estufa. Pero este, a pesar
del dolor, no dejaba al hombre meter su mano para acariciarlo o sostenerlo
entre sus dedos un momento y ante su
amenaza soltaba el pico con furia hacía la piel. Somos tan desagradecidos que a
pesar de tener el ala rota buscamos a toda costa volar. Pronto comenzaron a
caerse las ilusiones, ¿Qué íbamos a cambiar como comunidad? Nada, así de triste
y simple. Mirábamos al cielo arrancando hojas del calendario con el único deseo
de que la tormenta pasase para salir y volver hacer lo mismo, como cuando
echamos una manta encima de un trasto que pretendemos olvidar. El motor está
tan bien montado que a pesar de que un engranaje rompa, la maquinaría continua su ritmo.
Vivimos en tiempos en los que cada minuto debe exprimirse
como si fuese la última naranja del frigorífico. Nos bombardean con imágenes de
vidas “modelo” que pretendemos copiar
sin tener en cuenta que una vez pasa el anuncio publicitario desmontan el
croma. Pretendemos devorar el tiempo sin dejar que se escape ni un solo
instante, pues deambulamos con angustia por calles donde la farola solo ilumina
nuestra cabeza. Una vida lenta no da
likes ni seguidores en las redes sociales y nos oculta como individuo, pero tal vez nos llena de una
profunda paz. Sería necesario aprender a mirar cosas simples y bellas como el vuelo de
las palomas atravesando el cielo limpio y azul de verano. Su aleteo majestuoso
por encima de los tejados naranjas y el arrullo de un macho de pecho hinchado
que danza detrás de una hembra. Soñamos con subir la montaña para alcanzar la
cima sin detenernos un solo instante en mirar hacia abajo y contemplar el valle
que hemos dejado atrás, las rocas que nos ayudan a avanzar y el aliento del
compañero que nos sujeta. Cuando el pájaro está curado aletea con fuerza dentro
de la jaula derramando el agua y el pan. Su instinto le obliga a volver a cruzar las nubes
y escapar de los barrotes. El hombre sabedor de su voluntad abre la jaula con
la esperanza inútil de que este se pose de nuevo en la ventana, pero el pájaro vuela desesperado hacia
arriba atravesando las chimeneas y las copas de los árboles.
Dedicado a la memoria de mi tío Agustín Molina.
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