Heridas sin rodillas.
Un nostálgico empedernido, que es como me autodefino. De
esos que (a veces) piensa que cualquier tiempo pasado fue mejor. Me entristece observar
como el germen principal de la infancia, ese que es la verdadera razón para que
el recuerdo permanezca y te acompañe el resto de tu vida, se está transformando
o perdiendo.
La infancia es para echarte a la calle, para venir a casa
con heridas de “juego” en las rodillas y agachar la cabeza ante las reprimendas
de los padres. Agarrar con todas las fuerzas esos días interminables, aquellas tardes de verano que no acaban nunca y que se
graban en la retina de los años. Me produce un sentimiento de tristeza encontrarme por los parques o las plazas a los
grupos de niños con el cuello encorvado y los ojos devorando la pantalla de un
teléfono móvil. Todos en fila, sentados en un banco, como las golondrinas que se
posan en los cables de la luz. Los años
de infancia pasan tan rápido que solo te percatas de ellos cuando te has
convertido irremediablemente en un adulto.
La tecnología y la publicidad nos invaden como la mala
hierba, se meten por todos nuestros rincones y nos ofrecen una fácil
alternativa. Silencian a los niños y los dejan inmóviles, pequeñas estatuas
alimentadas por colores llamativos que salen de una pantalla. “No tiraré la primera piedra”, pues
quizás yo hubiese hecho lo mismo que ellos de haber nacido alguna década
después. Pero ahora me alegro de esas casualidades del destino, que me
ofrecieron menos alternativas, pero un mundo entero de posibilidades
callejeras.
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