El último trimestre.

Terminaban los tambores de la semana Santa y la ola de la rutina se abalanzaba sobre nosotros. Estábamos en aquella edad en la para unos eramos niños y para otros comenzábamos a ser hombres. Era nuestro último trimestre, habíamos pasado el ecuador del curso y sobrepasado (cada uno como había podido) las notas. El verano aguardaba escondido en sus piscinas, sus juegos, y sus noventa interminables días de vacaciones. Era nuestro último trimestre en el colegio.

Como todo humano, deseábamos ver el camino futuro  que nos tocaba recorrer, conocer que se "cocía" entre aquellos muros que durante toda nuestra escolaridad habíamos visto como un castillo contiguo donde los hombres se forjaban al lado de nosotros, los niños, que correteábamos por aquellas pistas inventando grandes historias, creyéndonos futbolistas, guerreros, artistas, o cualquier otro personaje que aparecía en la televisión. Nadie es capaz de saborear los días que se van gastando cuando tiene a la vuelta de la esquina un reto mayor. Nadie se para en el último metro del camino para mirar hacia detrás cuando tiene por delante un bosque que recorrer. Así es, y así se pierden los momentos que luego (por suerte) perduran en la memoria.

El último trimestre del colegio fue un constante de despedidas, de intentar inmortalizar aquella clase pequeña, con mesas verdes de niño, aquel ordenador para 31 alumnos y aquellas vistas a un muro blanco de cal de mi amado recreo. Es así, el último trimestre paso tan rápido como pasan ahora cinco primaveras, de las cuales pagaría cualquiera,  para volver al menos un instante
 y saborear aquel y final trimestre.


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