"Cien Años de Eternidad"

Hacía un frío cortante propio del profundo invierno español en el centro del país. Andaba por Madrid, solo, tenía una cita para una entrevista de trabajo. Y como había hecho otras veces salí a primera hora de la mañana en un tren hacía la gran ciudad, probando suerte, tirando los dados del destino.  Aquella parte de la capital española aún no la conocía, a pesar de ser un barrio popular nunca  había andado por Plaza Castilla  y Chamartín. Las cuatro torres modernas que cortaban el cielo plomizo se me encaraban mientras subía las escaleras mecánicas dando largas a un vendedor que me arremetía con  su producto y su pesada labia. La corbata ya  iba suelta, el sudor frío me pellizcaba la espalda, pues mi cometido se había acabado hacía más o menos una hora y regresaba a la estación de Chamartin para coger un tren de vuelta hacía mi adoraba Mancha.

Tome un café solo y en soledad, la estación estaba repleta de cámaras de televisión, pues el día anterior había ocurrido el trágico accidente de tren en Galicia, los periodistas caminaban micrófono en mano buscando un buen testimonio de algún gallego que aún con el miedo en el cuerpo esperaba regresar al norte. Desde un taburete de madera observaba el protocolo  y me desengañaba de la "magia" televisa. Después de tomarme el café agarré el bolso y caminé por las franquicias de souvenirs que vendían tazas con el toro español, la Cibeles, o la famosa sevillana. Compré una botella de agua para bajar el amargor de la garganta  y salí a sellar el billete de vuelta. Camino a la taquilla me tope de frente  con un puestecito de libros regentado por un sudamericano que tomaba una fruta tropical partida en pedacitos sobre un plato de plástico. Su tienda  no era  más que  una mesa con un mantel de dibujos de  fantasía repleto de libros junto a cartelitos amarillos  hechos por el mismo (supongo) donde marcaba el precio o advertía que era un best-seller. Eché un vistazo y a pesar de que llevaba un libro a medias para terminarlo en el viaje de vuelta  los buenos precios hicieron que abriese el bolsillo con cremallera del monedero y comprobase si podía permitirme adquirir un nuevo ejemplar. En un pico de la mesa casi ignorados por los clientes agarraban polvo autores inmensos que la moda reniega y a veces da la espalda. Les di una ojeada y uno de ellos en particular me llamó la atención.  En su portada una muralla de piedra con una puerta abierta de arco donde un bosque frondoso se protegía bajo un sol anaranjado y malva. Su titulo "Cien Años de Soledad" su precio,  infinitamente inferior a su valor. Lo compré, había oído hablar de aquel libro, conocía a su autor,  pero hasta aquel momento nunca antes lo había devorado palabra por  palabra, y como una ola traicionera del mar me agarró dándome vueltas por unas paginas maravillosas que devoré mientras las vias escapaban de la urbe y se introducían en los mantos de viñas y olivos. Después de aquello mi propio universo literario cambió por completo. Exprimí a Gabo, visioné cada entrevista, cada biografía, cada libro que podía conseguir, y me enamoré de su realismo mágico, que no es más que el propio realismo mundano. Pasé semanas intentando entender como la mente de un hombre era capaz de plasmar con letras tanta belleza, tanta inmensidad, tanta locura... Recorrí las tardes con Aureliano Buendía y  sus 17 hijos, con Santiago Nassar, con Florentino Ariza, y viajé asombrado a un Caribe de literatura donde el más puro talento echado a borbotones me cubría con su cálida alegría.

Ayer nos dejó un genio, uno de aquellos que nacen con un don inexplicable, con una facultad que te absorbe, te aplasta, te envuelve, te emociona, te ilusiona, te engulle... Nunca lo conocí más allá de su obra, es más me lo encontré hace relativamente poco en una vieja estación repleta de periodistas,  pero sin embargo ayer, cuando un buen amigo me avisó que el "maestro" se había marchado, algo dentro de mi parecía decirme que lo había conocido durante toda una vida, quizás esa sea la verdadera magia de Macondo... Hasta siempre y Gracias, Gabo.


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