De Guerreros, Castillos y Parados...

Llevaba más de dos años en paro y había consumido su tiempo en leer decenas de novelas caballerescas, de honor, de guerreros capaces de superar cualquier obstáculo, entregar su vida por la lucha de un ideal. Aquella mañana se despertó con una llamada esperada, deseada más bien, una llamada de trabajo, una puerta abierta a la oportunidad de desarrollar su profesión. Se  vistió, se colocó  su armadura forjada en el acero de la montaña por los grandes maestros antiguos. Guardó el pañuelo de su amada en el guantelete y sentado junto a la chimenea afiló su espada, aquel arma le ayudaría a lograr su fin. Tuvo que salir de su pueblo, allí no había nada, la gran ciudad le espera con aquella oportunidad, había estudiado durante toda su vida. Se contarían por miles las horas que permaneció enclaustrado en su escritorio, contra la pared, rodeado de libros de derecho y humanidades, y en el cajón, para despejar la mente una buena novela de batallas. Pronto llegó al embarcadero, tomó prestado el caballo que su hermano pequeño le ofreció antes de partir. Era un caballo negro y su piel brillaba bajo el sol eterno, al galope entre los campos. Un sol al que él se encomendaba para que la balanza de la fortuna se decantase a su favor. Al llegar al embarcadero, el patrón le pidió el billete, era un hombre viejo, marcado por los años en la mar, con una pronunciada barba blanca y unos pequeños ojos negros. En la orilla había parejas despidiéndose con un beso profundo, quizás el último. También abrazos de padre e hijo, de hermanos.  Había tenido otras oportunidades para trabajar, pero jamás llegaron a fructificar, todo estaba demasiado difícil, él se encontraba  con la esperanza perdida, desolado hundía sus ojos cada noche en aquellas historias de tinta y papel. El viaje fue incomodo, muchos otros le miraban, quizás todos  iban a buscar destino. La competencia era tan feroz que nadie dudaba en aquel tiempo en tirar de espada o puñal. Su único anhelo, su única ilusión era recompensar el  el esfuerzo de sus padres, humildes trabajadores que dejándose la piel, las manos en la tierra habían hecho de él un gran caballero, un honorifico sabio del arte de la abogacía.

Pasó medio día, y allí estaba en aquella gran ciudad con altos edificios, con ventanas infinitas, rodeado de gigantes de metal que le amenazaban con sus enormes brazos, con aquellos ojos grises que le sepultaban en el asfalto, le aplastaban. Desenvainó su espada y brilló su filo en plena calle donde los taxis y los coches le mareaban. Hacía tiempo que no viajaba a la gran ciudad. Le costaría adaptarse si al final llegaba a conseguir ese puesto de trabajo, pero estaba convencido, seguro de su poder. El futuro, honrar a aquellos que siempre confiaron en él pesaba mucho más que el miedo, que la penumbra de aquel sitio. Sacó  su mapa de piel de cordero, y buscó el punto exacto donde debía de acudir. Se cruzó con mercaderes, con bellas mujeres de dulces andares, con hombres de mala calaña, con caballeros de impecable forma. No desvió jamás la mirada, su objetivo estaba marcado, sus ojos eran únicamente el camino que le conduciría a su destino, procuró que no hubiese nada más en  su cabeza que la victoria.

Puso su bota en la cruz que fijaba el mapa. Subió a la torre del un castillo de metal  donde le esperaban los jueces. Una mujer de largos cabellos rubios le indicó la sala. La puerta se abrió ante él, trago saliva, la habitación era de enormes dimensiones con cuidados y sofisticados muebles. Un ventanal dejaba pasar los rayos del sol, y bajo la luz, tres jueces de aspecto crudo, reptil, con impecables ropajes y restirados peinados le esperaban. Sintió la señal de su amada guardada bajo su armadura, una multitud de imagines de  aquellos tiempos donde las horas se le hacían eternas entre libros y manuales  le golpeó la cabeza, le agitó el corazón y le avivó la sangre. Tiró de honor, de coraje y se mostró ante los inquebrantables jueces, luchó contra ellos, contra sus afiladas lenguas, resolvió todo acertijo, toda trampa. La entrevista se hizo eterna, la presión fue asfixiante, pero algo le decía que había salido bien. No flaqueó en ningún momento, no se dejó llevar por el temor. Volvió con la cabeza alta, con paso firme y apretando su mandíbula. Se desvistió de la armadura y regreso a los quehaceres que durante aquellos duros años desempeñaba.



Un día cuando la esperanza se empezaba a difuminar en su pecho, cuando sus tripas se revolvían, él se encontraba hundido en un sillón aplastado por la arena del reloj que pasaba espesa. Una paloma mensajera se posó en su ventanal, llevaba un mensaje en una de sus patas, aleteó y despertó de su somnolencia al muchacho que exaltado la agarró con suavidad, encomendando su fortuna en aquel pequeño pergamino. Retiró un hilo dorado y lo desprendió de la pata. Abrió sus manos y la paloma voló libre, con el trabajo cumplido. Los ojos del muchacho se abrieron como el girasol cuando el astro rey aparece sobre las montañas, y entonces…

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